‘El hombre que no estaba ahí’, artículo de Diego Lerer sobre la película ‘El custodio’, de Rodrigo Moreno

(Artículo aparecido en el diario argentino Clarín, incluido en la promoción de la película. Más sobre esta película pinchando aquí).

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Detrás de la escena, fuera de foco, ahí es donde se ubica Rubén. Las manos tras la espalda, riguroso traje y corbata, mentón para arriba, es el hombre que espera, el hombre quieto, el hombre que no está ahí. Guardaespaldas del Ministro de Planeamiento, Rubén debe estar a disposición del hombre y de su familia, cumplir con el ritual en el trabajo, en las funciones públicas y en los viajes, pero también durante los fines de semana en el country, acompañándolo a ver a la amante de turno y pasando a buscar a su hija por la escuela. Rubén (Julio Chávez) está y no está. Es el hombre que, cuando todos comen, se queda afuera. Cuando una puerta se abre para que pase el Ministro (Osmar Núñez), se cierra delante suyo.

Cuando todos hablan, él está cinco metros atrás, escucha y no escucha, o hace que no escucha, y todos hablan como si no escuchara. Casi un objeto del mobiliario, cuya habilidad para dibujar le da algo parecido a una personalidad delante del ministro. Parece que no -Chávez hace del rostro y del cuerpo de Rubén un mapa de pequeñas tensiones nunca del todo legibles-, pero el hombre va registrando las humillaciones. Si a eso se le suma una casi nula vida personal, una hermana internada en un psiquiátrico y una angustiante imposibilidad de comunicarse con los demás, no es extraño pensar que, tarde o temprano, algo va a pasar.

Cuidadosamente planificado, el filme de Moreno es un triunfo de la puesta en escena. Con una comprensión cabal del manejo de los recursos audiovisuales, Moreno hace de cada plano un material de lectura. Todo lo que pasa en El custodio se transmite a través del uso de sonidos desfasados (ruidos de respiración, de luces de giro, voces entremezcladas con el ambiente), de sugerentes planos secuencia y de una trabajada fotografía que va transmitiendo su estado de ánimo. Ahí está la película, así avanza.

No necesariamente a través de una secuencia de eventos, sino en la acumulación de detalles que cada evento genera. El custodio es la historia de un hombre encerrado en una jaula de cristal, separado de los otros a través de vidrios, espejos retrovisores, puertas y ventanales (que Moreno hace aparecer, discretamente, una y otra vez), como un pez dentro de una pecera, que no sabe bien si quedarse o salir.

La «jaula» de Rubén es también una indirecta metáfora para husmear en un universo en el que la humillación, la sumisión, la pequeña injusticia son habituales. Ese mundo que, para ciertas clases sociales, pareciera no existir más allá de su específica y servil labor.

El ministro discute con su esposa delante suyo, visita a su amante, su hija lo provoca como si Rubén no existiera más allá de su función. Y las escenas en el country dejan clara esa insalvable distancia entre ambos mundos.

El filme tropieza en las escenas de Rubén y su familia (en el hospital y en el restaurante chino), que parecen extraídas de otra película, y en las que la necesidad de otorgar un carácter psicológico al conflicto de Rubén la hacen chocar con ciertas convenciones del costumbrismo y el patetismo que permiten al espectador sentirse superior al protagonista y su mundo.

El trabajo de Chávez es superlativo y está en perfecta consonancia con el tono de la película. Seco y con mínimos gestos, se funde en la puesta en escena, ya que ambas proceden por sustracción, quitando todo subrayado. El trabajo de sonido de Catriel Vildosola (El bonaerense, La libertad) es impecable, lo mismo que la fotografía de Bárbara Álvarez (Whisky), con la colaboración del talentoso operador de steadicam de Gus Van Sant, Matías Mesa.

Y si bien El custodio tiene ecos del Van Sant de Elefante o del cine de Kitano o el taiwanés Tsai Ming-liang, también es cierto que Moreno no se queda en la cita ni el remedo. El suyo es un filme tan personal como político, tan minimalista como abarcador, la epopeya de un hombre (diez, cien, miles) que viven del otro lado de un vidrio invisible, que en cualquier momento puede estallar en mil pedazos.

Diego Lerer, para el diario Clarín